Bienvenidos una vez más al blog. La nueva web de Renfe se ha publicado en los últimos días. Seguro que no habéis escapado al vórtice de la polémica. La empresa pública de ferrocarril española ha sido triste protagonista de críticas sobre la accesibilidad de sus productos a lo largo de los años. Ahora, cuando la ley le obliga más que nunca a cumplir con los requisitos que plantea la normativa europea, llega su renovación. Y, para no decepcionar a nadie, parece que el resultado ha sido de nuevo el mismo: una web que no todos podemos utilizar.
Sin embargo, no es mi intención centrarme en este caso. Quiero contaros mi visión acerca del problema. He podido vivirlo desde las entrañas mismas y tengo contactos que me han confirmado ciertas prácticas deshonestas por parte de la gente que desarrolla este tipo de aplicaciones para los entes públicos. Dividiré el análisis en tres apartados, de más leve a más grave.
El desconocimiento
Esta es la parte que más atañe a los desarrolladores. Cuando se les plantea el requisito de que una aplicación sea accesible, simplemente no saben qué tienen que hacer. Seguramente, nunca antes han tenido que lidiar con el problema. Se les suelta en el campo de batalla con el libreto de las WCAG como trinchera y WAI-ARIA como única arma. Esto causa que muchas veces se utilicen mal ciertos elementos y propiedades, de forma absolutamente accidental. El resultado es una web con más problemas de los que tenía que resolver.
Además, la auditoría se plantea habitualmente como el último paso del proceso. La accesibilidad tiende a estar ausente del diseño y del desarrollo principal de la aplicación, y se circunscribe al ámbito de los parches. Esto hace que la experiencia de los usuarios sea justamente eso, un parche mal hecho. El esfuerzo para corregir algo ya existente es infinitamente mayor que cuando se plantea desde el principio.
El engaño
Cuando uno se adentra en la auditoría de la accesibilidad del software, una de las primeras cosas que aprende es que las herramientas no son perfectas. La evaluación automatizada arroja resultados con una fiabilidad dudosa, y siempre es necesaria una comprobación manual. Podemos mejorar la precisión de los resultados si utilizamos varias herramientas distintas, pero siempre hay falsos positivos y negativos que los desvirtúan.
El problema es cuando esto es aprovechado para hacer pasar por accesibles cosas que no lo son. He confirmado a través de varias fuentes una práctica miserable que se lleva a cabo en empresas referentes en el desarrollo del software a nivel español: engañar a las herramientas automáticas para adulterar los informes a base de falsos negativos. Un ejemplo típico, marcar todas las imágenes como decorativas aunque no lo sean para evitar que salte el error del texto alternativo. Como la herramienta no es capaz de distinguir…
Esta no es una práctica responsabilidad directa de los desarrolladores. Por lo que sé, son algunos responsables de los proyectos y gente más alta en la jerarquía los que imponen que sus empleados obren de esta forma. Y da igual si arreglar el problema real es sencillo, lo importante es que pase el test automático.
La desidia
Por último, está el papel negligente que juegan en este asunto los responsables de los entes públicos. Desde hace años, administraciones y grandes empresas están obligadas por la ley a cumplir con estándares de accesibilidad en sus sitios web. Con la normativa europea, esta obligación se redobla para todas las contrataciones de software por parte de los organismos públicos.
Entonces, si existe una ley, ¿por qué no se cumple? Fácil: desidia. Durante un tiempo, trabajé en una administración pública. En ese periodo, se lanzó el portal de transparencia, ya que otra ley les obligaba a ello. Cuando advertí al responsable de que ese portal no cumplía con los requisitos de accesibilidad que debería por ley, recibí una respuesta que me dejó estupefacto: daba igual porque no les iban a sancionar.
La lógica es que en una sanción a una administración pública, el dinero al final pasa de un bolsillo al otro. Es más, se pierde dinero debido a los gastos necesarios para la tramitación. Entonces, a efectos prácticos, resulta más rentable para el estado no sancionarles. Desde luego, parece imposible que lo hagan de oficio.
¿Qué podemos hacer nosotros?
Desde luego, quejarse en redes sociales hace ruido. Pero, como dice el refrán, mucho ruido y pocas nueces. El ruido sale gratis, sobre todo si se trata de servicios públicos, donde no tienes una opción alternativa a la que recurrir. La falta de competencia y de sanciones son el lecho más confortable para los incompetentes.
Los organismos que deberían defender nuestros derechos tampoco parecen estar dispuestos a levantar la voz más de lo debido. Al fin y al cabo, este tipo de entidades están financiadas de una u otra forma por fondos públicos. Agitar la coctelera podría suponer el cierre del grifo. Es algo que he vivido en otros ámbitos en mi propia ciudad, donde se han realizado tropelías contra la accesibilidad urbana sin que nadie, más allá de nosotros como individuos, protestara a pesar de haberles insistido. Frase literal, «a ver si nos creemos que vamos a cambiar el mundo».
¿Qué opción queda entonces? La rendición. Pero, si somos un poco más combativos, todavía resta un resquicio. Si la administración no entra de oficio a sancionar con multas, que es lo que escuece, debemos ser los ciudadanos los que planteemos estas denuncias en los juzgados. Si las compensaciones por daños y perjuicios superan a lso gastos de tramitación, igual empiezan a pensarse las cosas.
Es un proceso largo y costoso, sobre todo si se hace de forma sistemática, como es necesario. Lo único que se me ocurre sería crear una plataforma colectiva financiada con donaciones para contratar a los abogados que se encargasen de todo.
¿A vosotros qué os parece? ¿Veis plausible la idea? ¿Tenéis algo mejor en mente? Dejadlo en los comentarios para debatirlo entre todos.
Deja una respuesta